lunes, 21 de abril de 2014

TEXTO NARRATIVO
Jack Colebre alzó la vista hacia el cielo que se cernía sobre él. Oscuro y frío. Oyó varios rugidos, que provenían de los alrededores del bosque y no quería ni imaginar a qué tipo de bestias pertenecían.
Decidió acercarse, atravesando la tupida masa de árboles, deslumbrado por un sol abrasador, que gobernaba desde el horizonte. Fue cruzando con cautela la frondosa masa verde, evitando ser descubierto para no convertirse en una de las víctimas de aquellas bestias. Los primeros árboles eran altos y muy verdes, pero a medida que se adentraba fueron pasando a ser roñosos y con multitud de ramificaciones que se asemejaban a pequeñas tuberías.
Jack, siguió andando por un sendero que encontró y que le hacía más cómodo el camino para escapar de las supuestas bestias que lanzaban enormes rugidos y que, poco a poco, fueron convirtiéndolo en un ser inmutable, casi inerte y muerto de miedo. Temía la embestida por parte de alguna de aquellas fieras sobre su menudo y flaco cuerpo, pero no sabía exactamente si los aullidos procedían de animales o provenían de un aquelarre donde se estaban matando animales para coger la sangre de sus sacrificios. Todo era producto de su imaginación. Jack estaba confuso: ¿Habría pellejos colgados de las lámparas?, ¿Habrían embrujado a algún mártir o beato como castigo?, ¿qué pasaba en el bosque?... Jack no lo sabía.
De repente, ¡zas! Un ruido hizo que enmudecieran los sonidos de tan frondoso bosque. Jack quedó aún más petrificado –si cabía-de lo que ya estaba. Aquél estruendo lo dejó inmóvil. ¿Qué ocurría ahora? –se preguntó-. ¿Un seísmo? ¿Qué estaba sucediendo en aquella vetusta “jungla” donde había sido feliz de niño escuchando a los mayores contar todo tipo de  leyendas fantásticas y extraordinarias sobre aquel lugar? Se sobresaltó y comenzó a zigzaguear con los pies de forma convulsa. Pasos torpes que iban provocando la pérdida de equilibrio de su cuerpo.
Y al final, cayó al suelo. Su boca fue a dar a un antiguo retrete lleno de excrementos. Aquello estaba lleno de roña, todo cubierto de mugre y bazofia.
— ¡Mierda! —exclamó—. ¿Cómo es posible estar en este lugar y encontrar un váter? —murmuró—. ¿En el bosque? ¿En mi bosque? ¿Un váter? ¡Qué cosas!
Se levantó rápidamente, se limpió –con asco- el rostro y continuó impávido e impasible por la senda que lo iba a conducir a desvelar tan oscuro secreto. Los rugidos, poco a poco, cedieron. Ya no los escuchaba con claridad. No sabía hacia dónde dirigirse. Estaba perdido.
Estaba cansado y aturdido. Sintió una sed descomunal y recordó que por los alrededores había un pequeño manantial donde de niño bebían. ¿Dónde estaría? No lo recordaba. La sed se volvía, por segundos, más intensa. No podía más. No aguantaré demasiado sin agua -pensó-. En ese momento, sonó un pi-pi-pi-pi. Era la malévola cantinela del despertador; el reloj que se hallaba en un pequeño sillón a los pies de la cama. El mismo que sonaba cada día. Aquel que su madre quitaba de la mesita de noche para obligarle a levantarse de la cama, evitando así que se volviese a enroscar y a dormirse de nuevo. Había llegado la hora. Jack tenía que abandonar la cama y comenzar. Habría reventado, como cada día, contra la pared, al maldito cacharro oxidado por el tiempo. Pero tampoco lo hizo hoy.
Era la hora del instituto: se levantó inquieto  y sobrevino el día; así comenzó su jornada  y sus deberes.

Lo que sucedió aquel día en el bosque Jack no lo supo nunca. ¿Fueron fieras? ¿Fue un aquelarre? ¿Era algún exorcismo? No lo supo él y no lo sabréis vosotros. Fue un sueño, nació de su imaginación y, a partir de este momento, de la vuestra. 
Sara Adame Montaner. 3º ESO.

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